sábado, 3 de diciembre de 2011

Los hijos de uno

La primera que me habló fue Julia. La recuerdo con su voz de niña que antes tenía. Era de noche, ya había terminado de trabajar en el estudio y su voz rondaba sobre mi cuerpo, primero pensé que eran sólo esas voces que se escuchan antes de dormir. Pero luego comprendí que esa voz me hablaba, me contaba una historia, triste por cierto. Luego le puse como nombre Julia para nombrarla de algún modo y diferenciarla de las otras voces que iban apareciendo: la voz masculina que luego denominé Guillermo como de unos cincuenta años, la joven voz de Matías, la voz de Virginia de veintidós y por último la voz  rasposa y con un timbre casi olvidado de Mercedes, que en realidad era una voz que se le presentaba generalmente a Guillermo. Durante la noche estas voces me susurraban, me hablaban de su casa en la esquina del barrio de “Los cedros”. Aunque el barrio no existía en ningún mapa, ellos me siguieron hablando de su casa, del jardín, del damasco con el columpio, de las hojas que ya nadie barría, y por supuesto de ellos mismos. De vez en cuando Julia me despertaba llorando, me decía que Virginia le había pegado después de volver tarde, a la noche, que extrañaba a su mamá, yo intentaba consolarla pero su voz se desvanecía, y los ruidos de la casa, no los de mi departamento me asediaban, escuchaba el viento escurrirse por las persianas de madera, y tal vez el reloj del abuelo en la sala, que no era ni mi sala, ni mi abuelo, y por último a la mañana antes de despertarme el sonido de la tetera hirviendo y el aroma a tostadas. Solo para levantarme y preparar un café que casi no tomaba y después irme.
Yo al igual que ahora, vivía solo. Pero un poco más acompañado, ellos se paseaban por mi estudio, rogándome que les diera una voz, un presente. Noche, tras noche de insomnio, de voces, de Virginia que llegaba tarde y que tal vez había tomado. Guillermo, el padre, trabajaba todo el día, andaba solo y extrañando a esa voz de Mercedes que ya no era, y que alguna vez fue su esposa. Matías era el que menos hablaba. De vez en cuando lo escuchaba respirar en los rincones, o hablarse a sí mismo, pero poco decía. La que más zumbaba era Julia que traviesa se paseaba por mi biblioteca, por los libros, queriendo ser un carácter, o algo más de eso que era. Es aquí cuando me decidí a contar su historia, a encerrarlos en esta hoja.


Las Ruinas

La casa era casi blanca, en algún tiempo fue luminosa, cuando Mercedes vivía, pero ahora cinco años habían pasado y las manchas de moho la habían tomado casi por completo. Las hormigas eran sus verdaderos dueños junto a la oscuridad y a los quejidos del parqué.
Guillermo trabajaba en la construcción, único oficio que podía realizar a su edad. Después de la muerte de Mercedes no volvió a ser el mismo, lo habían echado, ya no rendía como antes. Lo cierto es que Guillermo en ese entonces con cuarenta y cinco años ya era viejo y la gente más joven y más capacitada. Guillermo poco  pensaba en aquello. Ahora, con suerte llegaban a fin de mes, por eso hacía horas extras, por eso estaba poco en la casa. Virginia por ese entonces con dieciocho años, no quiso seguir estudiando una carrera como hubiera sido el deseo de Mercedes. Guillermo no le dijo nada, por lo menos hacía las cosas de la casa, pensaba. Matías ya en el velorio se mostró callado, y así siguió hasta el día de hoy. Julia tenía cinco años y poco entendía.
Guillermo con poco carácter, era indeciso: ¿cómo seguir educando a sus hijos? ¿Cómo darles lo que les faltaba? Julia una niña traviesa y sin disciplina, Matías sin amigos, y Virginia con ese novio, que nadie quiere…


Y hasta acá escribí. Las voces por momentos habían callado casi por completo, como una catarsis, una descarga, cerré el cuaderno y dormí, como no había dormido en días. A la semana el cuaderno seguía en mi mesa de luz, pero me susurraba, las tapas querían abrirse, y aparecía la voz de Julia diciéndome que no basta, que las hojas son en blanco y en negro y ella se ve en colores, que la voz no es suficiente, que ella es ella y necesita un cuerpo. Virginia me decía que ni siquiera había nombrado con un nombre a su novio y así darle una realidad más explícita. Guillermo no quería que dijera sus pensamientos. Matías no se quejaba.
“Con eso no es suficiente” me decían por la noche. “No queremos un cuento, no queremos una voz, queremos ser y dejarnos a nosotros, salir de la casa”. Esa noche soñé con ellos. Al día siguiente tuve la idea, la gran idea, sería una obra de teatro. Publiqué un anuncio en el diario sobre el casting de una obra llamada “Las Ruinas” que sólo tenía el primer acto, pero con eso bastaba.
A la semana siguiente vinieron unos pocos, sólo seleccioné a gente de la calle, sin oficio, que nadie pudiera hechar de menos. Y Allí estaba yo sentado, viendo y analizando como los postulantes actuaban unas escenas. El personaje de Guillermo venía como añillo al dedo, era prácticamente él, un poco calvo, un metro ochenta, y hasta indeciso en las palabras. La mujer que sería Virginia se parecía un tanto, el único problema era que la mujer tenía el pelo rubio. Pero bueno, eso se puede arreglar me decía la propia Virginia. El de Matías era un poco más alto aunque a él no le importaba. La posible niña Julia era dos años menos que la misma Julia pero no pude conseguir a otra que hiciera el papel. Y luego eso pasó…, yo les di una descripción del personaje que tenían que estudiar, y hasta las primeras veinte escenas que casi eran el primer acto. Día tras día a Helena que actuaba de Virginia, la comencé a llamar poco a poco Virginia y ella respondía, hasta se tiñó el pelo de negro. Roberto que interpretaba a Matías comenzó a hablar menos, sólo Julia se quejaba de su nuevo cuerpo.
Al poco tiempo dejamos el escenario y los cuatro se vinieron a vivir a mi casa. En fin era lo mismo que antes, lo único que ahora tenía que esperar que Virginia desocupara el baño, y por supuesto dormir en el sillón, lo bueno era que por la mañana me despertaba con ese olor a tostadas, y el sonido de la tetera hirviendo. Así pasaron los meses.
La primera en irse fue Virginia, con un novio que había encontrado, buen chico, trabajador, se ve que la quería, con Guillermo concordamos que lo mejor era que Virginia hiciera su vida, así que se marchó una triste mañana de abril. Luego, se fue Guillermo y se llevó a Julia, se fue para España por el problema de no encontrar laburo y todo eso. Matías se quedó un tiempo más conmigo y hablábamos de literatura, de Borges, de Cortázar, del metalenguaje y de los mundos dentro de los mundos, pero luego él también se fue. De vez en cuando recibo una linda Postal de Ibiza, ya poco me llaman, sólo para navidad y para mi cumpleaños. Julia es la que más me escribe y es la que aún se queja porque el cuerpo todavía le queda chico. Pero que clase de hija sería si a veces no reniega un poco de su padre.

El mejor paisaje del mundo

Sobre un banco de la plaza de Liliput, dos ancianos miran el atardecer. Ella recuesta lentamente su cabeza sobre el hombro de él; mientras ambos se aprietan fuertemente las manos. Desde el otro lado del globo, el sol observa el mejor paisaje del mundo. 

El séptimo círculo

  El asesino de Liliput reencarna en su víctima, le duele encontrarse consigo mismo.

Políticos

 Los políticos en Liliput por regla general todos se parecen, por esta razón cuando se avecina el tiempo de los comicios, algunos se pintan de negro y otros de blanco. Lo curioso es que de vez en cuando aparece en el escenario político un personaje de color gris. Hecho por el cual los liliputienses en espera de algún cambio, votan en enjambre. Por desgracia al poco tiempo notan que su candidato electo no es más que un blanco muy sucio o un negro desteñido.

Violencia de género

Un hijo en Liliput cansado de la comida desabrida e insulsa que su madre le daba, la pateó con todas sus fuerzas. Ella cerró los ojos al recibir el dolor pero no supo cómo reaccionar, jamás le había devuelto el golpe a su hijo, y además no sabía cómo hacerlo. Él, al sentir la impasibilidad de ella y ya víctima de la cólera, la pateó nuevamente, esta vez a la altura de los riñones. Ella respiró profundo e intentó calmarse, luego comenzó a cantar despacio. Él, también se calmó, se acomodó dentro de la placenta y se quedó dormido.

Moneda

  Una moneda se despega reluciente del molde en donde fue fraguada. El prócer que habita una de sus caras renace. Abandona la habitación junto a otras, de cabeza. En el banco central espera, pasados los días y es dada a un anciano que la mira tenue y temblorosamente. En la farmacia es tomada por la cajera, luego el chico del delivery la agarra y recorre rápidamente las calles de Liliput hasta que desprevenida cae a la orilla de la vereda. Meses de angustia la invaden, meses de lodo, de sol y de lluvia. Un niño la recoge ya no tan reluciente, entre sus dos manos.  En el quiosco compra figuritas y caramelos. Más tarde se convierte en el vuelto de un joven. Es de noche, el muchacho y su novia se acarician en el borde de una fuente. Él jura algo en voz alta y ella sonríe ruborizada. La moneda se ahoga en las circulares aguas. El prócer se ilumina de orgullo. Nuevamente, ha muerto de manera digna.  

Periodista

  El periodista de Liliput lleva siempre consigo además de su grabadora y su libreta, anteojos oscuros indispensables para ver todo un poco más negro.