General gibelino, desempeñó un papel fundamental en la expulsión de los güelfos de Arrezo en 1287. Bonconte muere dos años después en la batalla de Campaldino que enfrentó a los gibelinos (partidarios del imperio) con unos 8.000 hombres a pie y 800 caballeros contra los güelfos (partidarios del papado) que disponían de unos 12.000 hombres a pie y 1.600 caballeros (en los que se encontraba el poeta Dante Alighieri). Se desconoce cómo muere Bonconte, ya que su cuerpo jamás es encontrado. Aparece ficcionalizado en “La divina Comedia”, desde los versos 88-116 del canto V del Purgatorio. En estos versos nos enteramos a través de la ficción que el cuerpo de Bonconte cae al Archiano y luego al río Arno, muere con una lágrima encomendada a María; por la cual entre la pelea de San Francisco contra el Diablo por el alma de Bonconte, San Francisco gana llevándose el alma y el diablo se queda con el cuerpo al que castiga con inundaciones y lo hace desaparecer.
11 de junio de 1289.
Bonconte de Montefeltro
Aún después de muerto la tristeza me acecha, la soledad de ser un cuerpo flotante, una balsa humana. Hoy sufro la pena de Palinuro, cuando las aguas fueron su liviana sepultura. He perdido la voz, y aunque intenté pronunciar el nombre y encomendarme a María, sólo una burbuja sanguinolenta explotó en mi cuello. En vano mis dedos procuraron restañar la sangre arañando los pliegues deshechos de mi piel. Por mis venas escapó mi cuerpo; mientras los colores del ambiente se perdían, desdibujados los contornos en una noche sin estrellas.
Caminé, caminé mientras la sangre aún borboteaba de la herida, caminé guiado por la inútil idea de lavarme la muerte en las aguas del Archiano. Con melancólico y febril paso llegué a donde éste vierte su nombre en el río mayor, en el Arno. Los árboles pasaban despacio unos después de otros y el agua se dejaba ver entre los huecos de luz que producen las sombras. Mi cuerpo lastimado crujía como las ramas al moverse; de pie y ensangrentando el llano, me llegaba la muerte.
De pronto la tarde se colmó de olor a lluvias y las pequeñas gotas que cayeron formaban círculos en el agua, elevando una espesa niebla que pronto cubrió de punta a punta la llanura de Campaldino. La margen era una blanca nube que amortiguaba los sonidos del agua y del viento; casi como si la humedad reclamara para sí, mi lastimada esencia.
Me desplomé sin fuerzas en la orilla, la corriente, exacerbada por la lluvia, atraía mi cuerpo hacia el arroyo. Boca abajo, tragándome el Archiano a través de la llaga. Mis brazos en cruz, al costado de mi cuerpo, ondulaban al compás de las olas; las pocas que llegaban hasta mí veían el sufrimiento hecho carne tendido sobre la costa. Junto con mi sucio pelo, una roja aureola rodeaba mi cabeza y se deshacía como una llama entre la corriente obscura.
Ahora, y a pesar de que mi nueva imagen no produce una sombra, sufro; sufro el desamparo, ya ninguno de los vivos se acuerda que alguna vez fui Bonconte de Montefeltro; ni Juana, ni nadie. Por esta razón deambulo por las riberas, llorando. Ya ningún alma piadosa podrá dar digna y cristiana sepultura a mi osamenta que llegada al Arno, fue a plantarse en una orilla sin nombre; allí quedó sola a merced del áspero cauce y presa de las bestias acuáticas.
La corriente, la que acaricia mis carnes, esa ya no la siento. Sólo poseo esta soledad que; como un dolor de muelas en la boca del estómago, me mastica. La soledad, de no ser nada, menos que un recuerdo, de ser una obscura pena que camina con la cabeza gacha cumpliendo la ajena penitencia, escondida bajo los puentes y en las raíces de los árboles.
Triste es la vida de las almas insepultas, de los que ya no están, de los que desaparecieron. Tristes, y sin íntimas lágrimas que nos lloren; triste es la no muerte, la no del todo muerte que pesa sobre nuestros hombros.
Yo, que tan sólo esta mañana combatía sobre estas áridas planicies, cuando nuestros ocho mil hombres y caballos; sucumbieron frente a las doce mil armas; los mismos que, presas de la victoria y sin piedad nos cazaron uno por uno. Yo huí a través de las áridas planicies, perseguido por una cuadrilla de soldados; siete figuras seguían mis pasos, siete cuchillos añoraban envainarse dentro de mi pecho. Jadeaba al correr, pero seguía y detrás los pasos también seguían, detrás y no tan detrás.
El peto de la armadura apretaba mis pulmones y mi cuerpo se entumecía al transpirar por cada poro. Encorvado y con las palmas apoyadas sobre los muslos, ansiaba abrir al máximo mi pecho y respirar. A través de los pequeños agujeros del casco se filtraba el aire espeso y por los dos orificios de los ojos, veía un suelo obscuro y fangoso. Nada se oía además del ruido de las hojas cuando abanicando al viento, además de un lejano ruido de gotas martillando la superficie del agua. Me quité el casco, ejecuté mi fatal y último designio: de repente el frío del aire invadió mi garganta; de repente, la fría humedad invadió mi garganta. De ella se desgarraba rojo, un cuchillo.
bueno bueno principito, como ha cambiado, recuerdo cuando de niño casi hombre me mostrabas tus escritos... que alegría mas grande. un beso te!!
ResponderEliminarEmocionante!...Que bien escrito.
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