sábado, 3 de diciembre de 2011

Judas Iscariote (Muerto en el 28 d.C.)

Uno de los doce apóstoles de Jesús, tesorero del grupo. En el Evangelio de Juan (12,6), Judas es descrito como codicioso y deshonesto. Según los Evangelios de Mateo y Marcos, fue la codicia lo que le llevó a traicionar a Jesús, a cambio de 30 monedas de plata y entregarlo al sumo sacerdote. En los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, Jesús es consciente de la traición premeditada, la cual vaticinó. Cuando Judas vio las consecuencias de su acción, se suicidó abrumado por los remordimientos. El Nuevo Testamento contiene dos versiones distintas de su muerte (Mt. 27,3-5; He. 1,16-20).



















Pascuas del 28 d.C.

Judas

            Por desgracia la caída no quebró su cerviz. Ahora estaba obligado a aguantar el minuto que quizá le quedaba de oxígeno. Su cuerpo era un gran péndulo suspendido desde la rama de un árbol. Su sombra imitaba cada uno de sus movimientos, aunque ya mostraba a un hombre moribundo, una figura de noche proyectada en el suelo. Desde allí arriba podía ver el templo, treinta monedas de plata yacerían sobre su piso de piedras…
            Los demonios lo acechaban, los veía reírse de su suerte, cantar a su alrededor y exhalar fétidos olores que templaban el aire. Tiritaba en el estupor de su muerte, que lo buscaba, lo sacudía. De manera instintiva quería llevar sus manos hacia la soga, para quizá por un momento atenuar su ahogo. ¡Pero no! no debía hacerlo, aquello era su premio: su fatídico premio.
            Los demonios tiraban de sus piernas para que el dolor en su garganta fuese aun más insoportable. Sentía la saliva espesarse en su boca, no podía tragar, el sólo esfuerzo de intentarlo le inducía un gran sufrimiento: ahí donde la soga lastimaba sus carnes, donde la soga lo asfixiaba de a poco.
            Él, Judas, la llave. Desde ahora en más sería el calumniado, el asesino, el traidor. Su fría prisión de eternidad lo esperaba.
            Detrás de los escasos segundos que se resignaban a aparecer, se ocultaba tal vez la gehena, ese lugar que dicen que es de fuego y de azufre. De niño pensaba en la gehena y le atemorizaba su visión en llamas, pero no más que la oscuridad o las tormentas. Ahora poco importaban las tormentas, sólo ese manto de oscuridad que se le presentaban frente a sus ojos. Su visión obscurecía de a poco, hasta que por momentos el templo desaparecía enteramente de su vista.
            De su cuello manaba sangre, caliente sangre para su frío cuerpo. La sentía escurrirse entre sus  ropas, recorrer su piel como una serpiente, y por último, caer en la tierra y formar una senda, una roja senda por donde escapaba su vida.
            Los demonios bebían victoriosos de su sangre, degustaban famélicos de su tibieza, de su gusto a hierro. A lo lejos un hombre era azotado y conducido al Gólgota. Mientras él, continuaba allí, balanceándose en su horca. Sintiendo que su momento se alargaba, en minutos, en horas. El sol de las tres de la tarde cuarteaba su piel, ni siquiera el temblor de tierra le dio impulso a la horca para terminar con su vida, sino, simplemente continuó allí. Solo como una sombra.  
            La luz de la luna, dejaba ver figuras a la orilla de su árbol, su tumba aérea, quedando vivo, estando muerto.           
            Desde aquel día Judas yace, impasible. Aún colgado de su rama, a la merced del viento y de las inclemencias de las estaciones. Su infierno, es seguir observando desde su muerte al templo. Ese otro templo que hoy existe, y Judas llora, y Judas teme cuando los aviones pasan en el aire y con sus ráfagas lo mesen de a poco. Sangre aún brota de su cuello, lo recorre como serpiente y desde su cintura lo ahoga en dolor, hasta caer, para formarse el hakeldama, que significa: campo de sangre. Que él mismo compró al aceptar sus treinta monedas de plata, sus treinta monedas y un beso. Desde sus pies se ha creado una ancha senda que recorre Cisjordania durante tres leguas hacia el naciente y desemboca en el Mar Muerto. Se dice que su sangre trae la sal que envenenan las aguas, y que la poca vida que queda no son otros que los pequeños demonios que lo condujeron hacia la horca.
            Su soledad es el premio que se ha ganado, el premio por ser el héroe en llevar a cabo la mayor de las infamias, o quizá… el segundo mayor de los sacrificios. 

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